¿Quién es Michel Quoist ?

Nace en 1921 en Le Havre. A los 14 años empieza a trabajar. Entra en la Acción Católica. Ingresa en el seminario a los 18 años. Sacerdote en 1947. Doctor en ciencias sociales y políticas por el Instituto Católico de París. Su tesis «La ville et l’homme», obtiene el premio Jasen 1954. Coadjutor. Consiliario de múltiples movimientos de Acción Católica. Párroco. Secretario general del comité episcopal francés para América latina. Responsable del servicio de vocaciones de la diócesis de Le Havre. Murió en 1997. 
 Sus obras: «Oraciones para rezar por la calle», 1954; «Amor. Diario de Daniel», 1956; «Triunfo», 1961; «Dar. El diario de Ana María», 1962; «En el corazón del mundo», 1970; «Jesucristo, palabra del Padre», 1978; «A corazón abierto», 1981; «Háblame de Amor», 1985; «Caminos de oración», 1988; «Dios me espera», 1993; «Dios sólo tiene deseos», 1996 

En el libro “Triunfo” de Michel Quoist, leemos: “Si te sometes a la voluntad de tu instinto, tienes una ´libertad´ de animal. Si te sometes a la voluntad de la sensibilidad, de tu imaginación, de tu orgullo, de tu egoísmo... tienes una libertad de hombre viciado y limitado por el pecado. Si te sometes a la voluntad de Dios, tienes una libertad de hombre divinizado, una libertad de hijo de Dios”. 

La libertad no es para nosotros un fin en sí mismo, sino que la libertad es el gran medio para alcanzar nuestra vocación, nuestra felicidad. Es libertad para. Por eso, la libertad del cristiano es fundamentalmente una libertad atada. No es la libertad de la hoja al viento que permanece estéril, sino que es la libertad de la semilla: enraizada en aquella tierra que la va alimentar y hacer crecer. La libertad nos permite crecer. Pero para crecer tenemos que atarnos, enraizarnos. Y nuestro dilema como hombres es: o nos atamos como hijos a la voluntad de Dios, o nos atamos como esclavos a falsos dioses, a ídolos. La libertad de significa, entonces, ser libres de todas aquellas ataduras que son cadenas y que me impiden crecer.

Los rivales de Dios son los ídolos, que me prometen felicidades engañosas y que me convierten en esclavo. En el fondo hay un único gran ídolo: mi propio yo. El dilema de mi libertad es: la doy amando a otro que no soy yo, o la repliego egoístamente entorno a mi yo. Y entonces pueden surgir una cantidad de ídolos.

Los ídolos de la comodidad, la flojera y la irresponsabilidad. El voluntarismo, el deseo de hacer mi voluntad y que no sea contrariada. El activismo, esa tendencia a hacer, más que acoger, es muy fuerte en nosotros, sobre todo en el varón. Otro ídolo es el naturalismo que nos impulsa a rechazar algo clave en la fe que es el misterio de la cruz. Y son también ídolos algunos impulsos que no controlamos y que nos tiranizan: el mal genio, la impaciencia y tantas otras cosas que no hemos logrado dominar.

Entonces, si queremos ser libres interiormente, tenemos que luchar contra nosotros mismos, debemos conquistar nuestra libertad paso a paso. No seremos libres mientras estemos atados a las cosas o a las personas. No son las cosas que se atan a nosotros, sino somos nosotros los que nos atamos a las cosas, que nos entregamos a ellas como esclavos.

Para ponernos en camino hacia la libertad interior, debemos conocernos a nosotros mismos: nuestras posibilidades, nuestras limitaciones y ataduras.
Y así empieza la lucha de librarnos de todo aquello que entorpece nuestra verdadera personalidad. Desprendernos de muchas cosas: complejos, angustias, tiranía de los instintos, desórdenes, faltas de carácter, etc. Es todo el campo de la autoeducación.

Pero la libertad no termina aquí. Queremos ser libres para alguien. La posesión de sí mismo tiene por fin la donación, el compromiso.
El sentido de la libertad interior es la entrega al Tú, la solidaridad para los hermanos, la donación a Dios. Entre ambos aspectos (libre de - a fin de ser libre para) resulta una tensión, una polaridad creadora: libertad - vínculo.

Por Padre Nicolás Schwizer.

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